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Capítulo 18. Primeros años por mi cuenta

Uno de mis linderos era el ganadero Plantas, hermano del que había dejado la parcela que yo tomaba, y convenimos de juntar los dos atajos durante las horas de pastoreo en el campo durante el verano cuando salíamos por la tarde y dormíamos en el campo donde nos hacía apaño y volvíamos al pueblo a otro día por la mañana, entonces las separábamos y cada uno se llevaba las suyas a su casa hasta la tarde que se juntaban otra vez. La tierra del compañero estaba desde el camino del Cristo al de Montiel y allí había, y hay, un prado donde sacaban yeso para la construcción. En los barrancos nacía el agua y se criaba carrizo de más de dos metros de alto, lo que me vino muy bien para el techo del porche que ya lo estaba construyendo. Los días que íbamos por el prado me llevaba una hoz y segaba todo lo que podía, lo que me sirvió de tejas para el cobertizo. Cuando estuvo seco pedí un carro y una bestia y me lo llevé al pueblo. Lo primero que hice fueron las paredes y machones donde apoyar los palos, que fueron de barro y piedras. Todo el trabajo lo hicimos mi esposa Clara y yo en el centro del día que era cuando estaba con las ovejas en el pueblo. Esto era en la casa de mi madre (q.e.p.d.), entonces calle de Porcarizo.

Estando haciendo aquel trabajo cogí las calenturas maltas y me tuve que curar yendo al campo con las ovejas montado en mi asno, pero con la ayuda de mi compañero. Cuando pasó el verano y dejamos de dormir en el campo esparcimos la mediana y cada uno se apañaba con su terreno. Mi parcela tenía carriles, pedrizas y «cirviejos», los que reservaba para el día que llovía y así no perdía ningún día de ir al campo.

La cosa se me dio regular, y en el primer año después de los gastos que hice aumenté diez cabezas de ganado, fue lo contrario de lo que me dijeron que me iba a pasar. Yo no era el que se había salido que, porque estaba largo el terreno, la mitad de los días no salía al campo y tenía que mantenerlas a pienso.

En Gasparucho, el terreno lindaba con el de otro ganadero que tenía las ovejas en la finca del Tomillar de su propiedad. Aquel señor era uno de los que no quería que se me dieran los pastos y como era un jefe de la Junta, al hacer el nuevo reparto de pastos acordó con los demás de que me diesen la tierra al final del camino de Santa María, frente a la Serrezuela, y la que yo tenía repartírsela para él y otro. Y así lo hicieron. ¡Quien manda, manda!

La parcela que me adjudicaron fue más reducida y con menos defensa. Lo que ellos querían era que yo no saliese adelante, pero no lo consiguieron. Cada vez me desenvolvía mejor. Para ese terreno tuve que buscar un zagalillo y nos quedó un buen recuerdo. Una tarde estando frente a la Serrezuela donde hacíamos noche se formó una nube blanquecina y cada vez se acercaba más a nosotros, pero estábamos a la linde de unas olivas muy viejas con mucha rama. Yo veía a la gente que estaba trabajando, de irse corriendo a una casa que había en una viña, pero nosotros no podíamos hacer aquello.

El muchacho y yo comenzamos a acercar las ovejas hacia las olivas y cuando llegábamos a ellas empezó a caer piedra gruesa y espesa. Los animales metían las cabezas unas debajo de las otras, yo me resguardé pegado a un pie muy grueso de la oliva, además tenía un impermeable con capucha y al muchacho lo tenía cubierto con mi cuerpo. El pedrisco duró casi una hora. Cuando terminó había en el suelo más de diez centímetros de piedra, pero no nos pasó nada. Las viñas las dejó casi vendimiadas y la aceituna del olivar de Carrasco fue a parar por la cañada de Santa Catalina al pueblo. Una vez normalizada la nube tuvimos que ir al pueblo y a otro día salir por la mañana hasta la noche El resto del verano se pasó bien.

Después el invierno y la primavera, en aquella época cogía hierba de las siembras y se la extendía en los barbechos a las ovejas, así fui echando el año fuera y estaba contento porque había aumentado veinte cabezas de ganado, ya tenía sesenta. Llegó mayo. Nuevo reparto de pastos. En Gasparucbo le estorbé al Mayoralillo y en Santa María a los sobrinos de Frasco, el de Agujas, otro jefe de los que repartían los pastos, y por eso vuelven a trasladarme. Ahora a la Encomienda, una finca de unos solaneros de 180 fanegas de superficie y nos la dieron para dos: Corpus (ladera) y yo.

 

Cada uno teníamos 60 animales, así que nos dieron a fanega y media por oveja, cuando lo mínimo eran tres y hasta había quien tenía más. Tan poco terreno nos obligó a no repartírnoslo y juntar los dos atajos durante el pastoreo, en este caso me apañaba sin el muchacho y lo tuve que despedir. El año de la Encomienda poco pude ahorrar porque como tenía tan pocos pastos tenía que echarles más pienso a los animales y su producción sólo daba para cubrir sus gastos y los de mi familia.