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Estación de Manzanares

Capítulo 15. Vuelta a casa y con las ovejas

El día 23 me tocó a mí. Me dieron un pasaporte para el tren hasta Manzanares. Esta fue la última noche que estuve con mis patronas. Al día siguiente, el 24 me despedí. Fui a Atocha, monté en un tren a las tres de la tarde y llegué a Manzanares a las siete, y desde allí a Membrilla andando donde llegué obscurecido. 

Para la familia fue una sorpresa, nadie sabía nada. Mi mujer, hasta ni en la cama se creía que estaba con ella, le parecía que estaba soñando, pero no fue así porque el día 25 de enero del año siguiente tuvimos el fruto de aquella noche que nos parecía un sueño: una niña, que se le puso de nombre Petra.

Unos días después les dijeron los mandos a los soldados, en los frentes, que se podían marchar a sus casas, que la guerra había terminado y así lo hicieron. Tiraban los fusiles y cada uno salía con dirección a su pueblo, iban andando y pedían por los pueblos que pasaban hasta poder llegar a sus casas. Una terminación desastrosa.

Una vez normalizado aquello vinieron al pueblo de Membrilla los requetés, quienes formaron un tribunal para juzgar a todos los que habíamos luchado en zona republicana y que tuviesen alguna acusación hecha por los falangistas del pueblo. Según las acusaciones que tenían, así los juzgaban. A unos, pena de muerte; a otros, más o menos años de cárcel y a otros los dejaban libres. Un día me llamaron a mí a la Sindical donde estaban las listas de los acusados por algún delito, que algunas eran por rencores personales. Me preguntaron cómo me llamaba y a qué bando había pertenecido durante la contienda. Respondí que había pertenecido a la 4ª Brigada Mixta y en los frentes que habíamos estado, pero me reservé el que había pertenecido al Servicio de Información del Estado Mayor. Miraron en los libros y no encontrando ninguna acusación hacia mí, me hicieron un salvoconducto para circular libremente por todo el territorio español. Con éste comencé a ir a Madrid a por tabaco y como en el pueblo no había, lo vendía más caro.

Con eso y trescientas pesetas que yo tenía cuando me licenciaron (lo que nos pagaban al mes a los soldados de la República), fuimos saliendo adelante hasta San Pedro que volví a mi profesión.

Ya he dicho que el 24 de abril llegué a mi casa, pues nada más enterarse el mayoral que había tenido en casa del heredero fue a verme para decirme que se había hecho ganadero y proponerme que me fuera de pastor con él. Nos entendimos en lo que tenía que ganar y cuando llegó San Pedro me fui a su servicio. El sueldo fue quinientas pesetas al mes, más la producción de seis ovejas que llevaba de ahorro y la manutención. Otra vez a la profesión que nunca había querido, pero ahora era diferente, pensaba llegar a ser ganadero. Para eso tenía que luchar con tesón, dar mucho gusto al patrón, no poner obstáculos a días ni horas de trabajo. Yo cumplí todo esto y algo más. Así fue pasando el primer año, tanto amo como criado estábamos contentos. Dos meses antes de llegar la fecha de hacer el nuevo contrato, me habló el patrono, señor Blas, que era para si estaba conforme seguir a su servicio, le dije que sí, pero que tenía que aumentar el sueldo. Nos pusimos de acuerdo y me aumentó cincuenta pesetas al mes, más otras tres corderas. Con estas ya juntaba nueve animales. Ese invierno lo habíamos pasado en la finca del Porquero, llovía mucho y teníamos que dejar las ovejas sueltas de noche para que no se manchasen en los corrales y teníamos que hacerles guardia para que no se fuesen. Estas eran de dos horas; éramos seis pastores y sólo nos tocaba una guardia de dos horas, las suficientes para pasar mucho frío y hasta algunas veces llovía y terminabas por mojarte. iEsa era la vida de los pastores en aquellos tiempos! Después de tanto sacrificio, ibas al pueblo cada dos meses y para veinticuatro horas.

Al año siguiente, nos quedamos en la sierra del Peral, a 16 km. del pueblo, donde se veía a la familia cada quince días. Pasado el invierno llega la fecha del cambio de pastores y nuevos contratos. A mí, como siempre, dos meses antes me hablaban para que me quedase en la casa, y seguía, pero aumentando el sueldo. Este año no me aumentaron dinero, pero sí seis corderas, ya juntaba quince. La cosa iba bien. La rastrojera la teníamos junto al pueblo y podía estar todos los días en casa menos por la noche que dormíamos en el campo.

Pasa el verano y otra vez al invernadero. Esta vez fue a la Carolina y a la dehesa «la Rosa». Se llamaba así porque en un extremo de la finca había una mina en funcionamiento con el nombre de la Rosa: iban y venían los mineros en las horas de los relevos. Esta finca casi lindaba al pueblo, lo que nos permitía irnos de noche a una casa con cercado que tenía el dueño de la misma en la calle de la carretera. En este pueblo había dos paisanos que habían ido de taberneros, donde nos íbamos algunas noches a verlos y lo pasábamos bien, aunque yo como no bebía, ni fumaba, mi distracción era precaria. Pero la noche de Pascua me convencieron con bebidas, dulces y aperitivos, desde la casa de un paisano a la otra, cuando volvimos a nuestra casa a la una de la noche, comencé a cantar y a bailar hasta que me caí al suelo, después eché de mi cuerpo todo lo que tenía dentro, luego me dormí, y por la mañana cuando me llamaron para ordeñar, no me podía levantar, se me caía la cabeza al suelo. La cosa me duró varios días. Los paisanos eran Alfonso y Antonio de Pochaca. Así fuimos pasando el invierno hasta primeros de marzo que hicimos un chozo en medio de la dehesa y en él pasé el resto del invierno con un hatajo de vacío, porque al pueblo sólo iban las ovejas de ordeño. El hatajo que tenía a mi cargo lo tenía suelto de noche y cuando querían se iban a comer, yo que estaba al cuidado, me levantaba de la cama para traerlas junto al chozo. Como algunas veces había rocío me ponía los pies chorreando de agua y así tenía que volver a meterme en la cama y por esa causa tenía que dormir con las abarcas puestas.