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Capítulo 6. Empieza la guerra civil

Allí estuvimos hasta el mes de junio, fecha de los cambios de pastores.

Ya había transcurrido otro año y yo tenía 23 y otro nuevo patrón, éste de Manzanares, Don Francisco Álvarez «El Heredero». Este señor no quería ovejas de los criados, por lo que tuve que dar las mías en arriendo. Sin embargo, nos daba: al mayoral el 6% de la producción del ganado; a mí el 5%; y a los ayudantes el 3%. Además, nos daba, una fanega de trigo y 6 libras de aceite todos los meses más algún dinero, que no recuerdo cuánto, pero a fin de año sacábamos un buen sueldo. Al año nos subieron otro 1% más.

Los terrenos que pastábamos eran del dueño del ganado y los tenía en cortijos grandes. El mayor se denominaba «los Porches» que era donde estaba el mayoral, y los dos pequeños era donde yo tenía que estar. Estos eran el Cuarto Alto y la Casa de la Mora. Desde este lugar mandé un día a mi ayudante para un día de descanso y para que llevase hato al ganado, pero al día siguiente no regresaba, yo miraba hacia el pueblo a ver si lo veía venir, y una de las veces vi que salía una humareda muy grande por Membrilla y Manzanares. Como era la recolección de cereales y entonces se llevaban las mieses a las eras, se hacinaban y allí se iban trillando, yo creí que se habría prendido fuego en algunas hacinas de mies, cosa que casi todos los años sucedía, pero desgraciadamente no fue así. Alrededor de mediodía llegó el padre de mi ayudante, y me dijo que su hijo no podía ir porque había explotado el movimiento y estaba ayudando a quemar la iglesia y ese era el humo que yo veía. Esto era el 18 de Julio de 1936.

Los comités de los pueblos se hicieron cargo de todo lo que había dentro de su término y los rnanzagatos se encargaron de todo el ganado del Heredero y nosotros nos tuvimos que ir a Membrilla con las manos en los bolsillos. Aquí había ocurrido lo mismo: eran dueños de las fincas, de las mulas, de los aperos y de todo el ganado que había. Todo era en colectividad para todos los habitantes del pueblo. Ya no había patronos. Todo el término era una sola finca. Todo el pueblo estábamos bajo las órdenes del Comité. Había que ir y hacer lo que ellos mandaban.

Con las ovejas hicieron hatajos muy grandes, y sobrábamos pastores. Pidieron 2 voluntarios para ir a segar, corno yo no quería ser pastor fui el primero que salí y otro conmigo. Los primeros días se me quitaron las ganas de comer y no hacía más que beber agua y tenderme cuando llegábamos al final del surco. Me dolía los riñones corno si me hubiesen dado una paliza y el caporal se reía y yo le decía: -«Vente tú a ordeñar las ovejas, a ver qué haces» . Esto pasó en las cebadas, pero cuando segamos los trigos se me iba pasando el dolor y ya iba tan a gusto. Terminó la siega y seguían sobrando pastores, pero mira por donde hacía falta un peluquero. Solicité ocupar ese puesto y me lo concedieron, me incorporé en la peluquería que estaba en una habitación de la posada de Cotillas, junto a la plaza, donde está ahora la fuente. El maestro era Cristóbal, el cojo. Era más joven que yo, y todavía vive. Yo, tan contento, ya pelaba a los muchachos y afeitaba a los jóvenes que tenían poca barba. Poco me duró esto. Los pastores se opusieron y terminaron por echarme al ganado, pero me quedé en el pueblo en un hatajo que había en el cercado de Manoleta, en el paseo del Espino. Estas ovejas tenían, cada una, dos corderos y los pastores que los cuidasen tenían que ser de los de más experiencia. Estuvimos dos: el señor Juanaco que tenía más de 60 años y yo. Las teníamos a pienso y no salíamos al campo, lo que me hizo pasar buen invierno.

En el mes de abril caigo malo, estoy en cama unos días y cuando me levanté, una tarde que hacía buena me salí a las eras a dar un paseo con un amigo que fue a verme, y esa casualidad que pasó por allí un encargado de los pastores, este fue derecho al Comité y dijo:

-¿Tomás dice que está malo?. Ahora mismo está en las eras con un amigo suyo. Lo mismo podía estar con las ovejas.

Cuando llegué a casa tenía un aviso para que me presentase al Comité. Así lo hice y pregunté:

- ¿Para qué soy aquí llamado?

- ¿Dónde has estado esta tarde?

- Como hacía tan buena tarde de sol, he salido a dar un paseo

- Mañana te incorporas, de no hacerlo así, se te recogerá la cartilla del suministro-.

Esas cartillas nos las habían dado a todos los vecinos del pueblo y era con lo que se suministraba los comestibles, ropas, calzado y cuando hacía falta en las casas. Esto se hacía en economatos que había en tres partes del pueblo. Estas cartillas tenían hojas de cupones que sustituían al dinero, porque durante la guerra, no existió el dinero en Membrilla. Como no me encontraba bien para hacer los trabajos del ganado, a pesar de la advertencia que me habían hecho en el Comité, no acudí. Pero al día siguiente fue a mi casa un escopetero que representaba una autoridad, este fue a recoger la cartilla, pero se fue sin ella porque yo no se la di. Al día siguiente me vuelven a llamar y vuelvo a ir. Me dice un jefe:

-Si no te incorporas mañana donde tienes el trabajo voy a ir yo a por la cartilla a ver si me la das-.

Como ya me habían surgido otras cosas que no he querido hacer mención y no estaba de acuerdo con ellos, mi respuesta fue la siguiente:

-He pensado de tomar otro trabajo: Irme de voluntario y cambiar el cayado por un fusil-.

-Puedes hacer lo que quieras, pero no se te dará pasaporte. Si te vas, no iré a por la cartilla del suministro.

Dos días después de esto nos juntamos tres para irnos al frente: Manuel «El puto», «Magrillas» y yo. Salimos en el mes de mayo en un tren desde Manzanares a Madrid. Yo era el que no llevaba salvoconducto y cuando llega el revisor, tenía inconvenientes. Yo decía que se me había perdido y así me fuí defendiendo. Al fin llegamos a la estación de Atocha, desde allí a la calle Fuencarral junto a la Glorieta de Bilbao que había un cuartel de milicianos. Como yo no tenía pasaporte tuvieron que hablar por teléfono al pueblo para informarse de mí para ver si era leal al régimen, a lo que dijeron que sí. Nos alistaron y nos quedamos hechos milicianos, poco más tarde nos dieron de cenar; por la mañana, el café, que no manchaba el plato. Por el día nos íbamos a ver algo de Madrid: El Retiro, La Puerta del Sol, La Gran Vía, La Plaza de España, y algunas cosas más, pero poco podíamos divertirnos, no teníamos ni cinco céntimos, dentro de eso lo pasábamos bien, ajenos a las consecuencias que tendríamos luego en el frente.