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Capítulo 36. La enfermedad. "Hay años en que no está uno para nada"

 Había ido Antonio al médico a causa de unas molestias y este le mandó a Ciudad Real para que le tuvieran en observación. Y allí permanecía ya más de una semana sin noticias de su posible enfermedad, cuando a Cristian y a un grupo de amigos les dio por ir a visitarlo para levantarle el ánimo. Iban pertrechados con un buen número de tebeos y una radio transistor para que le ayudara a pasar el tiempo. Llegaron a un antiguo edificio que hacía las veces de hospital atendido por monjas que les encaminaron a través de un largo pasillo a una habitación donde se encontraba Antonio sumido en un aparente plácido sueño, del que en un principio dudaban hacerle despertar, pero terminaron por hablarle para que lo hiciese, sin encontrar respuesta alguna por su parte. Primero suavemente y luego de forma enérgica le zarandearon sin que este saliera de su inconsciencia. Alarmado, Cristian corrió a buscar a la monja jefe y ésta a pesar de sus kilos acudió presurosa para ver lo que pasaba con Antonio, y poniéndole en una camilla lo llevaron a la sala de urgencias. Quedaron los amigos muy preocupados en espera de noticias que tardaron en llegarles más de una hora en que apareció la monja para informarlos. Se trataba de un fallo renal que obligaba a un tratamiento de diálisis y que gracias a su llegada le había salvado la vida. Esperaron otra hora larga hasta que pudieron verlo y hablarle algunas palabras de ánimo. Antonio estaba mareado y apenas pudo contestar las bromas que le hicieron. Aquella tarde regresaron al pueblo con la impresión de que aquel Antonio ya no sería nunca el mismo “Rija” de siempre, si es que salía de aquella penosa situación.

Pero Antonio salió, aunque ya con la necesidad de dializarse periódicamente, para lo cual y ante la imposibilidad de hacerlo en la provincia, tuvieron que marchar su madre y él a Rubí en Barcelona a casa de su hermana Manoli. Allí cuidarían de ellos y podría dializarse y Antonio terminó por hacerse famoso en el centro entre los médicos, enfermeras y pacientes que reían sus chanzas y canciones, haciendo más llevadera la enfermedad. Fuera de las horas de diálisis se dedicaba a oír la radio y ojear la prensa diaria y revistas de que disponían en el centro. Pero añoraba el pueblo y a sus gentes, fueran amigos o simplemente conocidos, aunque hablar con ellos por teléfono le resultaba prohibitivo, por lo que se las ingenió para que por medio de una trampa que le confió un compañero del centro, poder hacerlo desde una cabina telefónica sin que le costara un céntimo.

Y así empezaron las llamadas a las horas intempestivas en que a veces terminaba su sesión de diálisis, que bien podían ser las doce de la noche y en ocasiones, aún más tarde, causando la preocupación desagradable en los llamados, que podían estar ya acostados. Aquello parecía no importar a Antonio que prolongaba la duración de la llamada irritando a los llamados. Primero de forma educada, y posteriormente con enfado, cortaban la comunicación colgando abruptamente el teléfono. Si Antonio pensaba que no le había tratado bien repetía la llamada de manera inmisericorde provocando una reacción total. “¡Antonio, como vuelvas a llamar aviso a la policía y te meten en la cárcel!” Si creía que aquello lo intimidaría, estaba equivocado y repetía la llamada hasta que provocaba el paroxismo del llamado, que terminaba por dejar descolgado el teléfono y echando pestes por su boca. Otras veces llamaba, pero no decía nada aunque el llamado sospechaba quien era y se desahogaba con un sinfín de barbaridades que no impresionaban a Antonio. Si alguno cometía el error de desafiarle diciendo “Si tienes huevos llama otra vez” Entonces le llamaba toda la noche hasta que decidía dejar descolgado el teléfono. Alguno realizó las gestiones oportunas y farragosas de cambiar de número del teléfono y que no viniera reflejado en la guía telefónica, para evitar que le siguiera llamando. Algún otro llegó a pensar seriamente en plan Al Capone, la posibilidad de encargar a alguien del pueblo residente en Rubí, para que le hiciera un “ajuste de cuentas” y dejara de llamarles, pero la idea no prosperó. De todas formas, utilizó la idea con Antonio a fin de amedrentarlo, sin resultado. Antonio contestaba siempre lo mismo. “Más perderías tú, porque a mí me darían una paliza, pero a ti te meterían en la cárcel por una larga temporada” Aunque donde las dan las toman. Una de las veces se le ocurrió llamar al cuartel de los GEOS para gastarles una broma.

“Por favor, es ahí la casa de putas” y los GEOS con mucha guasa y reflejos contestaron: “Sí, espera un momento que vamos a llamar a tu madre” Quedando chafado Antonio.

Pasó el tiempo y les avisaron de que se había inaugurado un centro de diálisis en Ciudad Real por lo que decidieron volver al pueblo, reanudando Antonio su relación con los antiguos amigos, aunque se había granjeado la enemistad de los que habían sido objeto de sus persistentes llamadas. Desde entonces se acuñó un apodo entre ellos, “el cabinas”. Ahora le llevaba un taxi que hacía el recorrido por la zona, e iba recogiendo a los pacientes para horas más tarde llevarlos de nuevo a sus respectivas casas. El trayecto se hacía largo y si Antonio estaba con ánimo, los entretenía a todos, salvo cuando el taxista le decía “¡Calla ya Antonio que nos pones la cabeza loca de tanto como bregas y acarreas!”


Antonio Morales, Rija

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